Aunque era apenas las 3:00 de la tarde, una oscuridad sobrenatural se había apoderado del cielo, y se negaba a irse. Y la Tierra se estremeció violentamente de común acuerdo con el cielo. Nada podía ser más antinatural que el Dador de la vida estuviera sucumbiendo a la muerte. La creación gritó como si ella misma hubiera sido traspasada. Pero era Jesús quien había sido traspasado, crucificado por los pecados del mundo para que toda la creación pudiera ser hecha nueva.

En el Domingo de Resurrección nos reunimos para celebrar el amanecer de esta nueva creación gracias a la resurrección de Jesús. Desde una tumba en un huerto en las afueras de Jerusalén, la maldición del pecado y de la muerte comenzó a desmoronarse cuando Jesús abrió sus ojos, se sentó y dobló con esmero la sábana que había adornado su cabeza sin vida momentos antes. El Hijo de Dios resucitado era la primicia de una nueva cosecha, un anticipo de la vida de resurrección que sus seguidores experimentarán al final de la historia.

Pero hubo otra resurrección más ese fin de semana.

Mateo nos dice que el Viernes Santo "se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron" (Mateo 27:52). No es frecuente escuchar hablar de esta otra resurrección. De hecho, Mateo es el único evangelista que la menciona. Esto ha llevado a algunos estudiosos a cuestionar la validez del relato, o a considerarlo una versión refundida como un recurso literario excepcional diseñado para recalcar la importancia de la muerte de Cristo. Pero es difícil imaginar a personas alegóricas despertando de la muerte “que salieron de los sepulcros… [y] entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos” (v. 53 NVI).

Si tomamos a la Sagrada Escritura como la Palabra de Dios, tenemos que adueñarnos de ella en sus propios términos. Debemos dejar que Dios hable por sí mismo. Aunque Mateo proporciona pocos detalles sobre esta resurrección de los santos en ese Viernes Santo, creo que el acontecimiento revela algo fundamental en cuanto al carácter de Dios, y tiene el propósito de alentar a quienes humildemente portamos hoy el nombre de “santos”. Pero, para entender mejor el pasaje y su contexto, debemos primero considerar quiénes eran estos creyentes resucitados.

Los escritores del Nuevo Testamento no tratan a la ligera la palabra “santos”. Cuando es usada en los Evangelios y las Epístolas, la palabra se refiere invariablemente a los seguidores fieles de Jesús. No hay razón para buscarle otro significado. Y aunque es gratificante pensar en la posibilidad de que estos eran santos del Antiguo Testamento que estaban resucitando de los muertos para ser testigos del milagro más grande de Jesús, esa posibilidad parece poco probable. Mateo nos dice que estos hombres y mujeres “se aparecieron a muchos” en la santa ciudad, lo que implica que eran conocidos allí. En un mundo donde no existía la fotografía, solamente aquellos muertos a quienes recordaban los que estaban vivos, podían ser reconocidos.

En ese momento, estos discípulos resucitados sirvieron como testigos del poder de Cristo sobre la muerte, y de su aseveración de ser el Mesías esperado por los judíos. La multitud que se había reunido en el Gólgota pudo haber visto solamente a un carpintero convertido en predicador ofreciendo su vida en un último suspiro, pero la muerte de Jesús no fue una derrota; fue una victoria. En la cruz, Él abrió un camino para que hombres y mujeres se acercaran al Padre celestial que les ama. Por eso, en el mismo pasaje en el que menciona a los santos resucitados, Mateo nos dice también que el velo del templo se rasgó en dos (v. 51).

La cortina era una medida de seguridad para evitar que la gente entrara a la abrumadora presencia de Dios. El pecado no puede convivir con la santidad; por tanto, con excepción del sumo sacerdote, que podía hacerlo en el día de la expiación, a nadie más se le permitía entrar en el lugar santísimo. Pero cuando Jesús murió, este velo -que tenía 10 centímetros de espesor, de acuerdo con la más antigua tradición judía- se rasgó de arriba abajo. El poder del pecado para mantenernos alejados de Dios se rompió por medio del sacrificio de Cristo. Y puesto que la paga del pecado es muerte (Rom. 6:23), esos seguidores de Jesús que se levantaron de sus tumbas, lo hicieron como evidencia de que el elevado pago se había hecho. La entrada triunfal de los santos resucitados a Jerusalén fue la señal de la destrucción del largo imperio de muerte sobre los hijos de Dios.

Pero, al final, la muerte los alcanzó de todas maneras. Todas las personas que volvieron a la vida ese Domingo de Resurrección, murieron y fueron sepultadas otra vez, con excepción de Jesús. Es solamente en Cristo que vemos el cumplimiento de la promesa de que recibiremos cuerpos gloriosos e inmortales en la resurrección final de los muertos (1 Cor. 15:52) -cuerpos que ya no estarán sujetos al dolor ni al implacable acoso del tiempo.

¿Por qué, entonces, permitió Dios que estos santos tuvieran una suspensión de su estado de muerte? Quienes pusieron su fe en Jesús durante su ministerio terrenal se rindieron a Él como el Mesías prometido y el legítimo Rey de Israel. Pero quienes murieron antes de la crucifixión y la resurrección de Jesús, no llegaron a saber cómo, precisamente, Dios les proveería su salvación. Confiar en el Señor Jesús cuando anduvo por Judea y Galilea enseñando acerca del reino de Dios, echando fuera demonios y sanando a los enfermos fue precisamente eso -fe.

Estos hombres y mujeres seguirían siendo pecadores y Dios seguiría siendo santo. No tenían nada que les hiciera dignas y aprobadas de ganar el cielo, sino Jesús mismo. Y no sabían cómo Dios salvaría la brecha. Parece ser que el Señor, por su gran misericordia, le permitió a estos santos que vieran con sus propios ojos la salvación que Él había asegurado para ellos a tan elevado costo. Tal vez por eso, estos discípulos despertaron de la muerte cuando Jesús murió, y salieron de sus tumbas cuando el Salvador salió de la suya (Mat. 27:52,53). Fueron invitados a la espera -en ese largo sábado cuando toda esperanza parecía perdida- para que cuando el Señor Jesús apareciera en la mañana del domingo, éstos que también habían experimentado la tumba, estuvieran entre los primeros en anunciar la gloriosa resurrección de Él, una tarea apropiada para personas que habían puesto su fe en el Señor, tanto en vida como en muerte.

Quienes conocemos a Cristo hoy, también hemos sido invitados a la espera, a ese período que está entre su primera y su segunda venidas. Y aunque el misterio de la salvación nos ha sido revelado, la fe requiere todavía que confiemos a Dios nuestra vida -cada día hasta nuestra resurrección futura. Si no estamos todavía vivos cuando llegue ese día, también nosotros sabremos lo que es despertar a la redención de Dios en el pleno desarrollo que se estará produciendo, la cual veremos con nuestros propios ojos.


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