No soy sociable con las personas. No sé qué decir. Eso me hace sentir incómodo. Con frecuencia buscamos pretextos en vez de brindar compasión. Pero somos nosotros quienes salimos perdiendo.

Podemos pensar que cuanto más grande es una iglesia más le agrada a Dios, pero la verdad es que Él está mucho más interesado en las personas que en los edificios. La creación lo demuestra. El Señor no creó la tierra simplemente para que fuera admirada por su belleza, sino para que fuera el hábitat ideal de la corona de su creación: el género humano.

Cuando Jesús inició su ministerio terrenal, también se enfocó en las personas. Dondequiera que iba se ocupaba de quienes tenían necesidades físicas, emocionales y espirituales. Por tanto, ¿no deberían ser las personas también nuestra prioridad? Como creyentes, estamos llamados a edificarnos unos a otros (1 Ts 5.11) y a sobrellevar los unos las cargas de los otros (Gá 6.2). Pero muchos cristianos van a la iglesia y asisten a reuniones de estudio bíblico para empaparse de verdades espirituales que nunca comparten con los demás. La Palabra de Dios debería cambiarnos y, a la vez, tener un efecto en los demás cuando atendemos sus necesidades.

Si no tenemos cuidado, podemos ir por la vida con los ojos vendados, olvidando que las personas que nos rodean están sufriendo. Algunos cristianos se apresuran a decir: “Bueno, yo no tengo el don de la misericordia; por tanto, esto no se aplica a mí”. Pero los creyentes no están exentos de la responsabilidad de las prácticas espirituales, y todos los hijos de Dios deberían estar creciendo en este aspecto.

Para lograrlo, tenemos que ver la situación de los demás desde la perspectiva de ellos y sentir sus emociones. Las personas que están sufriendo reconocen si nuestros intentos de consolarlas son simplemente palabras huecas o un interés sincero que fluye de un corazón comprensivo. Nosotros reconocemos cómo podía el Señor Jesús ministrar con compasión genuina. Después de todo, Él es Dios. Pero, ¿cómo vamos nosotros, personas comunes y corrientes, a ministrar a los demás de la manera que Él lo hacía?

El valor del sufrimiento. Uno de los métodos más sorprendentes y efectivos para desarrollar la empatía en nosotros es por medio de nuestro sufrimiento. Segunda a los Corintios 1.3, 4 dice que Dios es “Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios”.

Aunque a nadie le gusta sufrir, ¿quién mejor para establecer lazos de simpatía con una persona que está sufriendo, que alguien que ha pasado por un valle oscuro y salido adelante? Porque hemos tenido una experiencia dolorosa parecida, podemos asegurar a otros que el Señor es bueno en cada situación. Todos los que deseemos ser usados por Dios, tenemos que someternos al sufrimiento y reconocer que la facilidad, la comodidad y el placer no son sus únicos planes para nuestra vida. Él nos salvó para que ayudemos a los demás, y sentir empatía con ellos es una parte integral de ese llamamiento.

Reconocer a los necesitados. Si vamos a ser efectivos al expresar empatía, tenemos primero que reconocer la condición emocional y espiritual de quienes estamos tratando de ayudar. Si andamos en el Espíritu, viviendo sometidos a su autoridad, Él nos dará el discernimiento espiritual para ver a las personas y sus situaciones desde su perspectiva. El Espíritu nos dará compasión por los que sufren y ayudará a amar a quienes no se hacen querer.

Parte de ver a las personas como Dios las ve es reconocer su futuro potencial. Cuando Cristo miraba a las personas, no veía solamente a quién estaba delante de Él, sino también en lo que podría llegar a ser. Por ejemplo, cuando se encontró con Pedro, el pescador, vio a un líder de su iglesia. También reconoció que Saulo, el perseguidor, se convertiría un día en el Pablo del evangelio. Es por eso que nunca debemos etiquetar a nadie. Algunas veces, saber simplemente que alguien ve el potencial que hay en ellas, puede sacar a las personas de la desesperanza y motivarlas a convertirse en fuerzas poderosas en el reino de Dios.

Acercarse para ayudar. Para animar a los demás tenemos que acercarnos en persona. Muchas veces, tratamos de conectarnos con los demás por medio de mensajes de texto, correos electrónicos o incluso llamadas telefónicas. Pero nada puede sustituir la efectividad de una interacción personal cara a cara. Solo así podremos ver la expresión fácil y el lenguaje corporal que revelan lo que está sucediendo en el corazón. Cuando Jesús se acercaba a las personas, se conectaba con ellas mentalmente para formarse un juicio sobre su condición; emocionalmente, para mostrarles compasión; y físicamente, para aliviar su sufrimiento.

Estar preparados para dar. Después, tenemos que estar preparados para suplir las necesidades de quienes están atravesando dificultades. No obstante, esto requiere gran discernimiento espiritual, porque la necesidad más obvia pudiera no ser la más importante. Algunas veces parece que la respuesta compasiva sería aliviar el dolor de las personas o ayudarlas a salir de una mala situación. Pero, a veces, Dios tiene el propósito de hacer algo en sus vidas por medio de la prueba.

Cuando Jesús estaba en la región de los gadarenos, se encontró con un hombre poseído de demonios, cuyo aspecto y conducta podían haber parecido el mayor problema (Lc 8.26-35). Estaba desnudo, cubierto de heridas y gritando salvajemente. Si Jesús hubiera atendido las necesidades inmediatas del hombre, vistiéndolo, pidiéndole que se sentara tranquilamente para comer y conversar en cuanto a lo que lo estaba molestando, habría sido un caos. Y lo que es peor, el hombre se habría quedado en su desesperada condición. Pero Jesús lo encontró en el momento de su necesidad más grande: la de liberación espiritual. Después de expulsar a los demonios todo lo demás se arregló. Al igual que Cristo, tenemos que recordar que nuestras buenas intenciones de hacer sentir mejor a las personas pueden, en realidad, ser un estorbo.

Utilizar las dificultades. Todos hemos experimentado situaciones cuando nuestras necesidades fueron tan abrumadoras que lo único que pudimos hacer fue pedir ayuda. Pero, una vez que hayamos pasado por el sufrimiento y recibido su consuelo, Él quiere que consolemos a los demás, completando así el ciclo de 2 Corintios 1.3, 4. Después de ayudar a una persona a atravesar un valle oscuro, el paso siguiente es animarla a utilizar ese sufrimiento para ayudar a alguien más. Eso fue lo que Jesús hizo después de liberar al hombre poseído de demonios. Le dijo: “Vuélvete a tu casa, y cuenta cuán grandes cosas ha hecho Dios contigo” (Lc 8.39).

Invertir en las vidas de los demás no siempre es fácil. Se requiere tiempo y energía, pero Cristo promete en Lucas 6.38: “Dad, y se os dará”. El Señor multiplicará cualquier cosa que usted dé para servirle a Él. Si sacrifica su tiempo para ayudar a alguien, el Señor le dará el tiempo que necesite para cualquier otra cosa que Él sabe que debe hacer. Si ministrar a alguien le deja emocionalmente agotado, Él promete renovarle. Darnos a los demás no es una vida de privaciones sino de crecimiento espiritual, gozo y satisfacciones.


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